jueves, 15 de julio de 2010

Mi abuelo Manolo

Por Ángeles Álvarez Moralejo

Supongo que a medida que nos vamos haciendo mayores afloran a nuestra cabeza recuerdos de la más tierna infancia, tal vez sea por esa necesidad de luchar contra el paso del tiempo, que a nadie nos gusta, pero que es implacable. Eso es lo que me viene sucediendo a mí desde hace algún tiempo (pues soy más mayor de lo que desearía), si bien es verdad que jamás he olvidado a mi abuelo Manolo, a pesar de que tenía sólo 6 años cuando él decidió marcharse.

Se llamaba Manuel Moralejo Corredera, pero para todos era el Sr. Manolo. Me llama la atención que se le aplicara el tratamiento de “Señor” y no de “Tío”, que es el tratamiento cariñoso más frecuente entre los paisanos de los pueblos. Pues no, no era el Tío Manolo, sino el Sr. Manolo. Quizás viniera condicionado por ser uno de los pocos empresarios de la zona, empresario por decir algo, porque él tenía una mini empresa de autobuses de linea que cubrían el trayecto entre Zamora, capital, y Peñausende, pasando por Entrala y el Perdigón. Eran de aquellos autobuses que tenía que arrancar todos los días a base de manivela y que llevaban una baca en el techo para transportar enseres, animales e incluso, a veces, a algún pasajero. Empresario muy humilde ya que él era quien conducía, gestionaba, hacía de mecánico de los maltrechos coches, era el cobrador y servía de “traedor” de los encargos que le hacía la gente del pueblo, que tenía el apremio de algo y que no podía desplazarse a la ciudad por diferentes motivos que no vienen a cuento. Sin embargo esa pequeña empresa le ayudó a sacar adelante a una numerosa familia de seis hijos en una época adversa a la crianza y educación, ya que había de todo excepto medios necesarios para tal fin. Época de miseria, de extraperlo, de necesidad, de falta de casi todo, en la que los padres comían las naranjas y los niños se conformaban con morder la pulpa de las cáscaras, con la bondad del padre que las mondaba generosamente. (Aquí tengo que recordar al barbero de mi pueblo, persona humilde, sin muchos recursos, con muchos hijos, al que se le aplica la anécdota de “Muchachos, a la cama; María Antonia, baja la sartén”) Pero mi abuelo era un zorro viejo que no se casaba con nadie y tampoco nadie le ayudó nunca a salir adelante. Siempre se las arregló solo.

Era bajito, regordete y calvo. Tenía un fuerte carácter, pero cariñosísimo con todos sus nietos, al menos conmigo. Bien es verdad que fui una de las pocas afortunadas en disfrutar algunos años de su presencia, primero en Peñausende y más tarde cuando se jubiló, en Zamora.

Muchos son los recuerdos que de él tengo. A eso de las seis o las siete de la tarde, yo sabía que estaba a punto de llegar con su autobús, entonces me escapaba de casa, me colocaba en el quicio de la puerta de la Molinera y allí lo esperaba. Él aunque no me veía, debido a mi flaca envergadura, cosa que ha cambiado con el tiempo, intuía que ya lo estaba esperando y me tocaba el claxon desde lejos para que me asomara. Cuando veía mi cara, él sacaba la mano izquierda por la ventanilla y me mostraba la bolsita de cacahuetes o caramelos que me traía todos los días. Cuando paraba el autobús, a la puerta de la cochera, yo salía a todo correr hacia él, me cogía en brazos y me abrazaba fuertemente. Después, cuando ya el autobús estaba completamente vacío de personas y mercancías, me subía en sus piernas para meterlo a la cochera. Cerraba las puertas, me cogía de la mano y volvíamos juntos a casa donde mi abuela estaba esperando con la cena. Él bajaba a la bodega con una jarra de barro para sacar el vino fresquito de las cubas que a tan buen recaudo conservaba. Nos sentábamos a la mesa, siempre en el mismo lugar y él cogía dos botellas: una vacía y otra de gaseosa. Armoniosamente echaba el vino en la botella vacía hasta la mitad y la rellenaba con la gaseosa, después la cerraba y mirándola a la luz de la bombilla le daba vueltas a fin de que se mezclara bien. Después se lo servía en un vaso y lo saboreaba largamente. Yo sólo bebía agua, pero el ver a mi abuelo con aquella cara de satisfacción me producía una sensación que no podría describir aunque me empeñara en ello. Las sensaciones se sienten, no se describen.

Muchas veces son las que mi abuelo me sacó las castañas del fuego ante mi abuela Ángeles que, en definitiva era la que tenía la obligación de ocuparse de mí. Él era mi confidente, me miraba y nos entendíamos. Ya en Zamora, recuerdo los largos paseos por los Tres Árboles, y los días que no paseábamos subíamos por la muralla en dirección al cine Barrueco para ver alguna de las películas de Marisol, que era la niña-actriz más admirada en aquella época, me vi todas acompañada de mi abuelo.

Recuerdo especialmente un día, que, paseando por los Tres Árboles nos sorprendió una fuerte tormenta. A mi abuelo no se le ocurrió otra cosa que meternos en una alcantarilla, que encontramos, para poder protegernos de aquella tromba infernal de agua. Tuvo muy buena idea, pero de repente comenzó a correr por la misma un torrente de agua que nos llegaba a la cintura. Mi abuelo me cogió en brazos y aguantó el chaparrón. Cuando calmó la tormenta volvimos a casa calados hasta los huesos, y la bronca que le cayó al pobre abuelo, por parte de mi abuela, fue monumental. Supongo que se justificaría porque rápidamente volvió la calma.

Todas las tardes, después de la siesta, bajaba a jugar con mi amigo Eloy, cuyos padres regentaban una maderera. Un día nos metimos en las letrinas y jugando metí uno de mis pies en el agujero. No os podéis imaginar cómo se me achocolató toda la pierna hasta la ingle, salí con la ayuda de mi amigo, pero aquello era imponente. Tuve mucha suerte, pues a la puerta mi abuelo estaba tomando el fresco con unos vecinos que vivían en una casita adosada a la muralla. Cuando me vio, me llevó dentro e intentó lavarme lo que no tenía nombre para que mi abuela no me regañara. No lo consiguió, ya que hubiera necesitado un “Nanas”, cosa que en aquella época no existía. Cuando volvimos a casa, ella estaba a la puerta esperando que volviéramos para cenar. Al verme de aquella guisa, me cogió por las trenzas, que todas las mañanas delicadamente me hacía, y me subió por las escaleras en volandas. Supongo que lloraría por los tirones de pelo, pero no me acuerdo, ni jamás le guardé rencor. Sólo recuerdo la bondad y el cariño de mi abuelo.

Me compraba tebeos y globos en un quiosco que había en al Cuesta de Balborraz. Me separaba las espinas de la carne de las sardinas que mi abuela compraba en el mercado, me pelaba y troceaba la fruta... En fin, son tantos los recuerdos que tengo de él que debería escribir un libro y no este simple apunte.

Puede parecer injusto el hablar sólo de mi abuelo Manolo, como si no tuviera otros. Sí, los he tenido, y tengo que decirles a Vidala, Félix y Ángeles, que les llegará su turno, el orden lo he establecido en función de su marcha.

Sin embargo hoy mi agradecimiento, recuerdo y cariño se los brindo a mi abuelo Manolo.

El día que se cansó de estar aquí, no recuerdo muy bien qué fue lo que sentí, pero supongo que al ver las lágrimas de mi madre, sería el día mas triste de mi feliz infancia.

1 comentarios:

Angie dijo...

No tenía ni idea de que hubieses compartido tantas cosas con el abuelo. Yo soy mayor que tú y sólo tengo vagos recuerdos. Ojalá tuviera tan buena memoria como tú, es envidiable. Creo que yo tenía 4 añitos cuando mi madre nos mandó a Jose y a mí un verano a Peñausende, y sí, me vienen "flashes" a la memoria. El abuelo me trataba muy cariñosamente, en cambio la abuela Ángeles...

Me encanta cómo cuentas las cosas. Un besazo