miércoles, 28 de septiembre de 2011

La vendimia

Por Ángeles Álvarez Moralejo

Al llegar el equinoccio del otoño, allá cuando se iguala la duración entre los días y las noches, se rompe el silencio reinante en las bodegas de toda España. En unos lugares antes que en otros, condicionada la maduración de la uva por el clima diverso del país.


Antes del amanecer, se preparan las cuadrillas, provistas de corbillos, para desplazarse a las viñas que les esperan a fin de ser ordeñadas de ese producto magnífico que han ido criando tras doce largos meses: la uva. Se organizan por parejas, compartiendo un cuévano común, que les servirá de recipiente para ir depositando con sumo cuidado de no ser desbabadas (término vulgar que se utiliza en mi zona para aludir al hecho de que se desprendan del racimo y caigan al suelo), como si se tratara de valiosísimas perlas multicolores que hay que mimar por ser únicas e insustituibles. No es necesario que los vendimiadores (absténganse los alérgicos a las avispas, ya que proliferan pululando sobre la fruta, para succionarle su néctar) sean profesionales, aunque siempre debe haber entre ellos algún experto que les indique cómo deben cortarlas, seleccionarlas, limpiarlas y depositarlas en el cesto. Hay que tener precaución en no saltarse ninguna cepa y asegurarse de que se han cortado todos los racimos que ha parido, sin olvidar que se debe ser un poco generoso y dejar algunos restos para que sirvan de dulce alimento tanto a las alimañas, como a los insectos u ovejas que posteriormente recorrerán la viña para limpiarla de todos los desechos.


Se debe hacer un alto en el trabajo para reponer fuerzas y comer un “cacho”. En alguna sombra o cobertizo se reúne la cuadrilla a almorzar, dando cuenta de la tortilla, el pisto, la empanada, el queso, el jamón, el chorizo, las migas o lo que sea dependiendo de cada zona geográfica; sin embargo en ningún caso de debe tomar de postre uvas, pues esto daría lugar a connotaciones irónicas: “Es más estúpido que ir a vendimiar y llevar de postre uvas”.


Bajo la niebla matutina, el calor del mediodía o el rocío del atardecer, cuando no de la lluvia (mayor enemigo de esta faena) se van cortando todas las uvas hasta que se llega a la última cepa, momento más esperado por todos debido al cansancio y a la carga en los cuartos traseros de los que ya adolece a esas alturas cada uno de los participantes.


Se carga los cuévanos, asnales o actualmente cajas o sacos de plástico en los remolques, coches o animales (dependiendo del acceso que tenga cada finca) y se traslada a las bodegas. Allí se echan cuidadosamente en los lagares y son pisadas con mimo y delicadeza hasta que comience a rezumar el mosto que será el dulce principio de lo que será posteriormente el delicioso caldo. El mosto junto con su madre será introducido en las añejas cubas de madera de roble para que con el paso de los días comience la fermentación, proceso imprescindible para no conseguir un resultado avinagrado.


La vendimia ha terminado, ahora solo queda esperar a que el resultado de la cosecha sea tan gratificante como esperamos los amantes del vino.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Tiempo de falacias

Por sysifus

En unas horas los habitantes de esta antigua provincia romana seremos oficialmente convocados a las urnas, un simple trámite burocrático que confirma algo que se hizo público hace unas semanas. La "fiesta de la democracia", como tanto gustan de llamarla algunos, se organizará por segunda vez este año. Una ración extra que no nos esperábamos.


Antaño los políticos eran como esas hemorroides inadvertidas que sólo se hacen notar cuando se prolapsan. No nos enterábamos de que existían hasta que llegaban las elecciones y comenzaban a mendigar votos. Hoy en día puede decirse que muchos viven en un estado continuo de campaña electoral de facto, soltando perlas aquí y allá, ora en una inauguración, ora en un simposio. Todo ello con el objetivo de colar el mensaje en ese pequeño lapso que queda en los informativos entre las catástrofes de turno y la última hora del idilio protagonizado por el Real Madrid y el Barça.


El Diccionario de la RAE tiene, para el término "político", dos primeras definiciones que únicamente se diferencian en una palabra: "Perteneciente o relativo a la doctrina política" y "Perteneciente o relativo a la actividad política". La segunda se refiere al trabajo por el que les pagamos y que teóricamente deberían desempeñar, es decir, gestionar esa parcela del gobierno que se les ha encomendado. Lo curioso es que la primera acepción, la que se supone es más importante, hace referencia a la doctrina. Quizás la Real Academia entiende, como yo, que en realidad el político moderno malgasta sus días tratando de engatusar al electorado por cualquier medio.


De manera que el pistoletazo de salida de la campaña electoral sólo supone un sprint en el que estos corredores de fondo de la falacia y el camelo no necesitan una excusa para robar minutos de telediario. Pueden reunir a unas cuantas personas en un auditorio y colocar una petición de voto al final de su discurso habitual, reforzado con una dosis adicional de argumentos ad hominem, lugares comunes, promesas ridículas y otras charlatanerías. El bocadillo de chóped para el acérrimo público es opcional.


Esa ficción tan manida del político en el atril ante una masa incondicional que le aplaudirá a rabiar, diga lo que diga, se repetirá hasta la nausea en cuestión de un mes. Tales baños de multitudes programados, no por comúnmente aceptados menos falsarios, me hacen recordar aquella canción de La Lupe:


Teatro,
lo tuyo es puro teatro
falsedad bien ensayada
estudiado simulacro.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Una carta, por favor

Por Ángeles Álvarez Moralejo

Desde que Bill Gates nos regalara este juguete loco que nos sirve para absolutamente todo , como es el mundo de Internet, hemos desechado cantidad de cosas tradicionales que eran de suma importancia para la comunicación humana y social y que actualmente han pasado, lamentablemente, a mejor vida. Me estoy refiriendo, entre otras muchas, a la literatura epistolar. ¿Quién escribe hoy en día una carta, ya sea de pésame, de agradecimiento, de invitación, de reproche, de desamor o de amor?


Bien es cierto que tanto el correo electrónico como los SMS o las redes sociales nos facilitan un contacto más diario y directo con la gente que forma parte, de alguna manera, de nuestro entorno social: compañeros, clientes, familiares, amigos, parejas, colegas, etc; sin embargo ¡qué diferentes son los textos que usamos en estos medios a los que expresábamos en una carta!


Si asaltáramos al cartero en plena calle cuando se dispone a hacer el reparto de la correspondencia, nos sorprenderíamos al fisgar en su carrito y ver que (me atrevería a decir) todas las cartas son del banco, de la compañía eléctrica, de Telefónica, del seguro, del Ministerio de Hacienda, de la Dirección General de Tráfico, de la Seguridad Social, o de la Agencia Tributaria (entre otras). Es decir, en lugar de darnos satisfacción y alegría, lo que hacen es ponernos en el disparador; no las esperamos con impaciencia, sino que nos sorprenden con desilusión. Aquí está la diferencia. Y nos preguntamos ¿Qué he hecho yo para merecer esto?


Recuerdo en este momento a Pedro Salinas en su libro recopilación “Cartas a Katherie Whitmore”. Esa larga espera por recibir la carta de su amada, espera que duraba incluso meses debido a que la distancia era tan larga que había que esperar a que el barco-cartero cruzara el Atlántico. Durante todo el tiempo el poeta, al contrario de desesperarse se unía en una especie de simbiosis mucho más a su amada, sin conseguir en ningún momento olvidarla y la unión, si cabe, se intensificaba; mientras que los sentimientos explotaban cuando caía en sus manos por fin la añorada y esperada carta.


No es lo mismo hacer un clic con el ratón y abrir el correo que coger la carta en el buzón, ver su remite, acariciarla, olerla, abrirla cuidadosamente a fin de no romperla, sacar la cuartilla, desdoblarla y leerla. ¿Cuántas veces se puede leer y releer una carta? Pedro Salinas nos expresa la sensación y los sentimientos que él tenía:


Sólo el peso de tu carta en el bolsillo me servía de prenda, de prueba. Vivía yo en ese rectángulo de papel. Era el lugar más cierto del mundo. Y antes de poder abrirla, así, cerrada y en el bolsillo, tu carta era el puente con la vida, el sí que me daba la vida a la pregunta atormentada: «¿Soy? ¿Es? ¿Somos?». Sí, sí, sí. Todo, sí. Todo, sí, oye, todo sí. Y luego en mi cuarto la leí. La he leído. La leeré. ¡Cuántas delicias!


Primero la delicia de ir aprendiendo tu escritura, tu letra, de tropezar en una palabra y descifrarla, por fin. ¡Tu escritura, un modo más de ti, una manera más de vivir tú! Primera carta tuya, en inglés. Júbilo, júbilo, alegría. ¡Sensación festival, inaugural, de promesa, de fiesta!


Siempre la conservarás en un lugar privilegiado, oculto, pero a mano, para disfrutar de ella siempre y cuando quieras. Pasan los años y ahí permanece con el mismo sentido del primer día, añeja pues su color blanco ha ido cogiendo solera y lo indica con ese color amarillento que todavía le da más empaque.


¿Por qué no fomentamos de nuevo la costumbre de comunicarnos con los nuestros a través de las cartas? Aun, a veces, siendo comprometedoras y testimonios directos de ciertos acontecimientos, deberíamos escribirlas; así podríamos dejar una herencia a nuestras generaciones venideras, que gozarán de toda la información del mundo, pero carecerán de lo que engendra la esencia misma del ser humano: los sentimientos y la humanidad que subyace en todos nosotros. Si nuestros antepasados no las hubieran escrito nos habrían privado de parte de nuestros orígenes.